lunes, 27 de julio de 2009

Fahrenheit 451 - Página 53

-Hubo un pajarraco llamado Fénix, mucho antes de Cristo. Cada pocos siglos encendía una hoguera y se quemaba en ella. Debía de ser primo hermano del Hombre. Pero, cada vez que se quemaba, resurgía de las cenizas, conseguía renacer. Y parece que nosotros hacemos lo mismo, una y otra vez, pero tenemos algo que el Fénix no tenía. Sabemos la maldita estupidez que acabamos de cometer. Conocemos todas las tonterías que hemos cometido durante un millar de años, y en tanto que recordemos esto y lo conservemos donde podamos verlo, algún día dejaremos de levantar esas malditas piras funerarias y a arrojamos sobre ellas. Cada generación habrá más gente que recuerde.
Granger sacó la sartén del fuego, dejó que el tocino se enfriara, y se lo comieron lenta, pensativamente.
-Ahora, vámonos río arriba -dijo George- Y tengamos presente una cosa: no somos importantes. No somos nada. Algún día, la carga que llevamos con nosotros puede ayudar a alguien. Pero incluso cuando teníamos los libros en la mano, mucho tiempo atrás, no utilizamos lo que sacábamos de ellos. Proseguimos impertérritos insultando a los muertos. Proseguimos escupiendo sobre las tumbas de todos los pobres que habían muerto antes que nosotros. Durante la próxima semana, el próximo mes y el próximo año vamos a conocer a mucha gente solitaria. Y cuando nos pregunten lo que hacemos, podemos decir: «Estamos recordando.» Ahí es donde venceremos a la larga. Y, algún día, recordaremos tanto, que construiremos la mayor pala mecánica de la Historia, con la que excavaremos la sepultura mayor de todos los tiempos, donde meteremos la guerra y la enterraremos. Vamos, ahora. Ante todo, deberemos construir una fábrica de espejos, y durante el próximo año, sólo fabricaremos espejos y nos miraremos prolongadamente en ellos.
Terminaron de comer y apagaron el fuego. El día empezaba a brillar a su alrededor, como si a una lámpara rosada se le diera más mecha.
En los árboles, los pájaros que habían huido regresaban y proseguían su vida. Montag empezó a andar, y, al cabo de un momento, se dio cuenta de que los demás le seguían, en dirección norte. Quedó sorprendido y se hizo a un lado, para dejar que Granger pasara; pero Granger le miró y, con un ademán, le pidió que prosiguiera. Montag continuó andando. Miró el río, el cielo y las vías oxidadas que se adentraban hacia donde estaban las granjas, donde los graneros estaban llenos de heno, donde una serie de personas habían llegado por la noche, fugitivas de la ciudad. Más tarde, al cabo de uno o de seis meses, y no menos de un año, Montag volvería a andar por allí solo, Y seguiría andando hasta que alcanzara a la gente.
Pero, ahora, le esperaba una larga caminata hasta el mediodía, y si los hombres guardaban silencio era porque había que pensar en todo, y mucho que recordar.
Quizá más avanzada la mañana, cuando el sol estuviese alto Y les hubiese calentado, empezarían a hablar, o sólo a decir las cosas que recordaban, para estar seguros de que seguían allí, para estar completamente ciertos de que aquellas cosas estaban seguras en su interior, Montag sintió el leve cosquilleo de las palabras, su lenta ebullición. Y cuando le llegara el turno, ¿qué podría decir, qué podría ofrecer en un día como aquél, para hacer el viaje algo más sencillo?
Hay un tiempo para todo. Sí. Una época para derrumbarse, una época para construir. Sí. Una hora para guardar silencio y otra para hablar. Sí, todo. Pero, algo más. ¿Qué más? Algo, algo...
Y, a cada lado del río, había un árbol de la vida,,,, con doce clases distintas de frutas, y cada mes entregaban su cosecha; y las hojas de los árboles servían para curar a las naciones.

«Sí -pensó Montag-, eso es lo que guardaré para mediodía.
Para mediodía...»
«Cuando alcancemos la ciudad.»


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