lunes, 27 de julio de 2009

Fahrenheit 451 - Página 48

-¡Adiós!
Y Montag salió velozmente por la puerta posterior, corriendo con la maleta semivacía. Oyó que, a su espalda, los rociadores de césped se ponían en marcha, llenaban el aire oscuro con lluvia que caía suavemente y con regularidad, lavaban las aceras y corrían hasta la calle. Unas gotas de aquella lluvia mojaban el rostro de Montag.
Le pareció que el viejo le gritaba adiós, pero no estuvo seguro.
Corrió muy aprisa, alejándose de la casa, hacia el río.
Montag corrió.
Podía sentir el Sabueso, como el otoño que se acercaba, frío, seco y veloz, como un viento que no agitara la hierba, que no hiciera crujir las ventanas ni desplazara las hojas en las blancas aceras. El Sabueso no tocaba el mundo. Llevaba consigo su silencio, de modo que, a través de toda la ciudad, podía percibirse el silencio que iba creando.
Montag sintió aumentar la presión, y corrió.
Se detuvo para recobrar el aliento, camino del río. Atisbó por las ventanas débilmente iluminadas de las casas las siluetas de sus habitantes que contemplaban en los televisores murales al Sabueso Mecánico, un suspiro de vapor de neón, que corría veloz. Ahora, en Elm Terrace, Lincoln, Cak, Park, y calle arriba hacia la casa de Faber.
«Pasa de largo -pensó Montag-, no te detengas, sigue adelante, no te desvíes.»
En el televisor mural apareció la casa de Faber, con su rociador de césped que empapaba el aire nocturno.
El Sabueso hizo una pausa y se estremeció.
¡No! Montag se aferró al alféizar de la ventana. ¡Por este camino! ¡Aquí!
La aguja de procaína asomó y se escondió, asomó, se escondió. Una gotita transparente de la droga cayó de la aguja cuando ésta desapareció en el hocico de Sabueso.
Montag contuvo el aliento, y sintió una opresión en el pecho.
El Sabueso Mecánico se volvió y se alejó de la casa de Faber, calle abajo.
Montag desvió su mirada hacia el cielo. Los helicópteros estaban más próximos, como una nube de insectos que acudiesen hacia una solitaria fuente luminosa.
Con un esfuerzo, Montag recordó de nuevo que aquello no era ningún espectáculo imaginario que podía se contemplado mientras huía hacia el río; en realidad, era su propia partida de ajedrez la que estaba contemplando, movimiento tras movimiento.
Gritó para darse el impulso necesario para alejarse de la ventana de aquella última casa, y el fascinador espectáculo que había allí. ¡Diablo! ¡Y emprendió la marcha de nuevo! La avenida, una calle, otra, otra, y el olor del río. Una pierna, la otra.
Veinte millones de Montag corriendo, muy pronto, si las cámaras le enfocaban. Veinte millones de Montag corriendo, corriendo como un personaje de película cómica, policías, ladrones, perseguidores y perseguidos, cazadores y cazados. tal como lo había visto un millar de veces. Tras de él, ahora, veinte millones de silenciosos Sabuesos atravesaban los salones, de la pared derecha a la central; luego a la izquierda, desaparecían.
Montag se metió su radio auricular en una oreja.
-La policía sugiere a toda la población del sector Terrace que haga lo siguiente: en todas las casas de todas las calles, todo el mundo debe abrir la puerta delantera o trasera, o mirar por una ventana. El fugitivo no podrá escapar si, durante el minuto siguiente, todo el Mundo mira desde el exterior de su casa. ¡Preparados!
¡Claro! ¿Por qué no lo habían hecho antes? ¿Por qué, en todos los años, no habían intentado aquel juego? ¡Todos arriba, todos afuera! ¡No podía pasar inadvertido! ¡El único hombre que corría solitario por la ciudad, el único hombre que ponía sus piernas a prueba!
-¡A la cuenta de diez! ¡Uno! ¡Dos!
Montag sintió que la ciudad se levantaba.
-¡Tres!
Montag sintió que la ciudad se dirigía hacia sus millares de puertas.
¡Aprisa! ¡Una pierna, la otra!
-¡Cuatro!
La gente atravesaba sus recibidores.
-¡Cinco!
Montag sintió todas las manos en los pomos de las puertas.
El olor del río era fresco y semejante a una lluvia sólida. La garganta de Montag ardía y sus ojos estaban resecos por el viento que producía el correr. Chilló como si el grito pudiera impulsarle adelante, hacerle recorrer el último centenar de metros.
-¡Seis, siete, ocho!
Los Pomos giraron en cinco millares de puertas.
-¡Nueve!
Montag se alejó de la última fila de casas, por una pendiente que conducía a la negra y móvil superficie del río.
-¡Diez!
Las puertas se abrieron.
Montag vio en su imaginación a miles y miles de rostros escrutando los patios, las calles, el cielo, rostros ocultos por cortinas, rostros descoloridos, atemorizados por la oscuridad, como animales grisáceos que desde cavernas eléctricas, rostros con ojos grises e incoloros, lenguas grises y pensamientos grises.
Pero había llegado al río.
Lo tocó para cerciorarse de que era real. Se metió en el agua, se desnudó por completo y se roció el cuerpo, los brazos, las piernas y la cabeza con el licor que llevaba; bebió un sorbo e inspiró otro poco por la nariz. Después, se vistió con la ropa y los zapatos de Faber. Echó su ropa al río y contempló cómo se la llevaba la corriente. Luego, con la maleta en la mano, se metió agua adentro hasta perder pie, y se dejó arrastrar en la oscuridad.
Estaba a unos trescientos metros corriente abajo cuando el Sabueso llegó al río.
Arriba, las grandes aspas de los ventiladores giraban sin cesar. Un torrente de luz cayó sobre el río, y Montag se zambulló bajo la iluminación, como si el sol hubiese salido entre las nubes. Sintió que el río lo empujaba más lejos, hacia la oscuridad.
Después, las luces volvieron a desplazarse hacia tierra, los helicópteros se cernieron de nuevo sobre ciudad, como si hubieran encontrado otra pista. Se alejaron. El Sabueso se había ido. Ya sólo quedaba el helado río y Montag flotando en una repentina paz, lejos de la ciudad, de las luces y de la cacería, lejos de todo.
Montag sintió como si hubiese dejado un escenario lleno de actores a su espalda.
Sintió como si hubiese abandonado el gran espectáculo y todos los fantasmas murmuradores. Huía de una aterradora irrealidad para meterse en una realidad que resultaba irreal, porque era nueva.
La tierra oscura se deslizaba cerca de él, que se avanzando hacia campo abierto entre colinas. Por primera vez en una docena de años, las estrellas brillaban sobre su cabeza, formando una gigantesca procesión.
Cuando la maleta se llenó de agua y se hundió, Montag siguió flotando boca arriba; el río era tranquilo y pausado, mientras se alejaba de la gente que comía sombras para desayunar, humo para almorzar y vapores para cenar. El río era muy real, le sostenía cómodamente y le daba tiempo para considerar este mes, este año, y todo un transcurso de ellos. Montag escuchó el lento latir de su corazón. Sus pensamientos dejaron de correr junto con su sangre.
Vio que la luna se hundía en el firmamento. La luna allí, y su resplandor, ¿producido por qué? Por el sol, claro. ¿Y qué iluminaba al sol? Su propio fuego. Y el sol sigue, día tras día, quemando y quemando. El sol y el tiempo. El sol, el tiempo y las llamas. Llamas. El río le balanceaba suavemente. Llamas. El sol y todos los relojes del mundo. Todo se reunía y se convertía en una misma cosa en su mente. Después de mucho tiempo de flotar en el río, Montag supo por qué
nunca más volvería a quemar algo.
El sol ardía a diario. Quemaba el Tiempo. El mundo corría en círculos, girando sobre su eje, y el tiempo se ocupaba en quemar los años y a la gente, sin ninguna ayuda por su parte. De modo que si él quemaba cosas con los bomberos y el sol quemaba el Tiempo, ello significaría que todo había de arder.
Alguno de ellos tendría que dejar de quemar. El sol no, por supuesto. Según todas las apariencias, tendría que ser Montag, así como las personas con quienes había trabajado hasta unas pocas horas antes. En algún sitio habría que empezar a ahorrar y a preservar cosas para que todo tuviera un nuevo inicio, y alguien tendría que ocuparse de ello, de una u otra manera, en libros, en discos, en el
cerebro de la gente, de cualquier manera con tal de que fuese segura, al abrigo de las polillas, de los pececillos de plata, del óxido, del moho y de los hombres con cerillas. El mundo estaba lleno de llamas de todos los tipos y tamaños. Ahora, el gremio de los tejedores de asbestos tendría que abrir muy pronto su establecimiento.
Montag sintió que sus pies tocaban tierra, pisaban guijarros y piedras, se hundían en arena. El río le había empujado hacia la orilla.

(Ver página 49)
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