lunes, 27 de julio de 2009

Fahrenheit 451 - Página 12

-Sus calculadoras pueden ser dispuestas para cualquier combinación, tantos aminoácidos, tanto azufre, tanta grasa, tantos álcalis. ¿No es así?
-Todos sabemos que sí.
-Las combinaciones químicas y porcentajes de cada uno de nosotros están registrados en el archivo general del cuartel, abajo. Resultaría fácil para alguien introducir en la memoria del Sabueso una combinación parcial, quizá un toque de aminoácido. Eso explicaría lo que el animal acaba de hacer. Ha reaccionado contra mí.
-¡Diablos! -exclamó el capitán-.
-Irritado, pero no completamente furioso. Sólo con la suficiente memoria para gruñirme al tocarlo.
-¿Quién podría haber hecho algo así? -preguntó el capitán-. Tú no tienes enemigos aquí, Guy.
-Que yo sepa, no.
-Mañana haremos que nuestros técnicos verifiquen el Sabueso.
-No es la primera vez que me ha amenazado -dijo Montag-. El mes pasado ocurrió dos veces.
-Arreglaremos esto, no te preocupes.
Pero Montag no se movió y siguió pensando en la reja del ventilador del vestíbulo de su casa, y en lo que había oculto detrás de la misma. Si alguien del cuarto de bomberos estuviese enterado de lo del ventilador ¿no podría ser que se lo «contara» al Sabueso ... ?
El capitán se acercó al agujero de la sala y lanzó una inquisitiva mirada a Montag.
-Estaba pensando -dijo Montag- en qué estará pensando el Sabueso Mecánico ahí abajo, toda la che. ¿Está vivo de veras? Me produce escalofríos.
-Él no piensa nada que no deseemos que piense.
-Es una pena -dijo Montag con voz queda-, porque lo único que ponemos en su cerebro es cacería, búsqueda y matanza. ¡Qué vergüenza que solamente haya de conocer eso!
Beatty resopló amablemente.
-¡Diablos! Es una magnífica pieza de artesanía, el proyectil que busca su propio objetivo y garantiza blanco cada vez.
-Por eso no quisiera ser su próxima víctima -explicó Montag-.
-¿Por qué? ¿Te remuerde la conciencia acerca de algo?
Montag levantó la mirada con rapidez.
Beatty permanecía allí, mirándole fijamente a ojos, en tanto que su boca se abría y empezaba a hablar con suavidad.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete días. Y cada vez que él salía de la casa, Clarisse estaba por allí, en algún jugar del mundo. Una vez, Montag la vio sacudiendo un nogal; otra, sentada en el césped, tejiendo un jersey azul; en tres o cuatro ocasiones, encontró un ramillete de flores tardías en el porche de su casa, o un puñado de nueces en un pequeño saquito, o varias hojas otoñales pulcramente clavadas en una cuartilla de papel blanco, sujeta en su puerta.
Clarisse le acompañaba cada día hasta la esquina. Un día, llovía; el siguiente, estaba despejado; el otro, soplaba un fuerte viento, y el de más allá, todo estaba tranquilo y en calma; el día siguiente a ese día en calma fue semejante a un horno veraniego y Clarisse apareció con el rostro quemado por el sol.
-¿Por qué será -dijo él una vez, en la entrada del «Metro»- que tengo la sensación de conocerte desde hace muchos años?
-Porque le aprecio a usted -replicó ella-, y no deseo nada suyo. Y porque nos conocemos mutuamente.
-Me haces sentir muy viejo y parecido a un padre.
-¿Puede explicarme por qué no tiene ninguna hija como yo, si le gustan tanto los niños?
-Lo ignoro.
-¡Bromea usted!
-Quiero decir... -Montag calló y meneó la cabeza- . Bueno, es que mi esposa... Ella nunca ha deseado tener niños.
La muchacha dejó de sonreír.
-Lo siento. Me había parecido que se estaba burlando de mí. Soy una tonta.
-No, no -replicó Montag-. Ha sido una buena pregunta. Hacía mucho tiempo que nadie se interesaba por mí para hacérmela. Una buena pregunta.
-Hablemos de otra cosa. ¿Ha olido alguna vez unas hojas viejas? ¿Verdad que huelen a cinamomo? Tome. huela.
-Caramba, sí, en cierto modo, parece cinamomo.
Clarisse le miró con sus transparentes ojos oscuros
-Siempre parece ofendido.
-Es que no he tenido tiempo...
-¿Se fijó en los carteles alargados, tal como le dije?

(Ver página 13)
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