lunes, 27 de julio de 2009

Fahrenheit 451 - Página 08

Pero, en vez de ello, permaneció inmóvil, muy frío, con el rostro convertido en una máscara de hielo, escuchando una voz de hombre -¿la del tío?- que hablaba con tono sosegado:
-Bueno, al fin y al cabo, ésta es la era del tejido disponible. Dale un bufido a una persona, atácala, ahuyéntala, localiza otra, bufa, ataca, ahuyenta. Todo el mundo utiliza las faldas de todo el mundo. ¿Cómo puede esperarse que uno se encariñe por el equipo de casa cuando ni siquiera se tiene un programa o se conocen los nombres? Por cierto, ¿qué colores de camiseta llevan cuando salen al campo?
Montag regresó a su casa, dejó abierta la ventana comprobó el estado de Mildred, la arropó cuidadosamente y, después, se tumbó bajo el claro de luna, que formaba una cascada de plata en cada uno de sus ojos.
Una gota de lluvia. Clarisse. Otra gota. Mildred. Una tercera. El tío. Una cuarta. El fuego esta noche. Una, Clarisse. Dos, Mildred. Tres, tío. Cuatro, fuego. Una, Mildred, dos Clarisse. Una, dos, tres, cuatro, cinco, Clarisse, Mildred, tío, fuego, tabletas soporíferas, hombres, tejido disponible, faldas, bufido, ataque, rechazo, Clarisse, Mildred, tío, fuego, tabletas, tejidos, bufido, ataques, rechace. ¡Una, dos, tres, una, dos, tres! Lluvia. La tormenta. El tío riendo. El trueno descendiendo desde lo alto. Todo el mundo cayendo convertido en lluvia. El fuego ascendiendo en el volcán. Todo mezclado en un estrépito ensordecedor y en un torrente, que se encaminaba hacia el amanecer.
-Ya no entiendo nada de nadie -dijo Montag-
Y dejó que una pastilla soporífera se disolviera en su lengua.
A las nueve de la mañana, la cama de Mildred estaba vacía.
Montag se levantó apresuradamente. Su corazón latía rápidamente, corrió vestíbulo abajo y se detuvo ante la puerta de la cocina.
Una tostada asomó por el tostador plateado, y fue tomada por una mano metálica que la embadurnó de mantequilla derretida.
Mildred contempló cómo la tostada pasaba a su plato. Tenía las orejas cubiertas con abejas electrónicas que, con su susurro, ayudaban a pasar el tiempo. De pronto, la mujer levantó la mirada, vio a Montag, le saludó con la cabeza.
-¿Estás bien? -preguntó Montag-.
Mildred era experta en leer el movimiento de los labios, a consecuencia de diez años de aprendizaje con las pequeñas radios auriculares. Volvió a asentir.
Introdujo otro pedazo de pan en la tostadora.
Montag se sentó.
Su esposa dijo:
-No entiendo por qué estoy tan hambrienta.
-Es que...
-Estoy hambrienta.
-Anoche... -empezó a decir él-.
-No he dormido bien. Me siento fatal. ¡Caramba! ¡Qué hambre tengo! No lo entiendo.
-Anoche -volvió a decir él-.
Ella observó distraídamente sus labios.
-¿Qué ocurrió anoche?
-¿No lo recuerdas?
_¿Qué? ¿Celebramos una juerga o algo por el estilo? Siento como una especie de jaqueca. ¡Dios, qué hambre tengo! ¿Quién estuvo aquí?
-Varias personas.
-Es lo que me figuraba. -Mildred mordió su tostada-- Me duele el estómago, pero tengo un hambre canina. Supongo que no cometí ninguna tontería durante la fiesta.
-No -respondió él con voz queda-.
La tostadora le ofreció una rebanada untada con mantequilla. Montag alargó la mano, sintiéndose agradecido.
-Tampoco tú pareces estar demasiado en forma -dijo su esposa-. A última hora de la tarde llovió, y todo el mundo adquirió un color grisáceo oscuro.
En el vestíbulo de su casa, Montag se estaba poniendo la insignia con la salamandra anaranjada. Levantó la mirada hacia la rejilla del aire acondicionado que había en el vestíbulo. Su esposa, examinando un guión en la salita, apartó la mirada el tiempo suficiente para observarle,
-¡Eh! -dijo-. ¡El hombre está pensando!
-Sí -dijo él-. Quería hablarte. -Hizo una pausa-. Anoche, te tomaste todas las píldoras de tu botellita de somníferos.
-¡Oh, jamás haría eso! -replicó ella, sorprendida.

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